Cambios de época

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Me acuerdo de una mañana nublada en la que escuché muy temprano por la radio que había muerto Franco. Solo dos meses antes me había ganado el asco y la desolación al saber que se habían cumplido de golpe las últimas 5 condenas a muerte de la dictadura. La noche del 23 de febrero de 1981 la pasé entera escuchando la radio en una casa que no era la mía. Viví la gran alegría de la noche de 1982 en que el Partido Socialista ganó las elecciones generales. En noviembre de 1989, en una casa en la que me habían invitado a cenar, y en la que no tenía ninguna confianza, me dio la impresión de que yo era el único en alegrarse francamente de que una festiva multitud desbordara el muro de Berlín. El primer día en que trabajaba en la universidad de Virginia, en enero de 1993, vi en una gran pantalla pública el discurso de toma de posesión de Bill Clinton. Estaba en Buenos Aires, en 1994, cuando me enteré de que el antiguo director general de la Guardia Civil se había dado a la fuga. Anduve por las cercanías de la calle Génova en 1996 viendo a la gente que celebraba la primera victoria de Aznar. En San Sebastián, en septiembre de 2000, después de un verano de sangre, participé en la  gran manifestación contra el terrorismo de la ETA. Un año más tarde, en septiembre de 2001, vi la columna de humo que siguió subiendo durante días de las ruinas de las Torres Gemelas. En noviembre de 2008 estuve paseando hasta muy tarde por Nueva York para observar la alegría de la gente la noche de la victoria de Barack Obama. Este verano, una noche de junio, me desperté en un hotel de París a las 4 de la madrugada y vi en el ordenador el resultado del referendum del Brexit. Ayer vi en directo, en la página web del New York Times, el discurso de toma de posesión de Donald Trump. Unas horas después había  desaparecido cualquier referencia al cambio climático en la web de la Casa Blanca. Pocas veces en mi vida he tenido tanto miedo no del porvenir, sino del presente mismo.